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jueves, 19 de diciembre de 2013

LA DOBLE

El creacionista del día. Georgina Mexía-Amador






Sola. Distante. Muda. Demetrio miraba a Julia en la cubierta del barco. Ella llevaba los aretes de cuentas rojas que él mismo había dejado para ella en un sobre en su buzón.

Demetrio había dejado a Natasha en Moscú. Cuando vio a Julia por primera vez, en la clase de gramática, creyó estar ante cada uno de los gestos de Natasha: el parpadeo lento, ausente, la sonrisa involuntaria, el fruncimiento de la nariz. Para Demetrio, la casi-niña que ocupaba el primer pupitre a la izquierda, junto a la ventana, era una versión de Natasha en sus años más jóvenes. Pocas veces la veía distraerse de la clase, pero cuando ella lo hacía, su ensimismamiento llegaba a ser inquietante y él aprovechaba esas ocasiones para contemplarla desde el fondo del salón: sí, era Natasha, la de manos pequeñas y largas pestañas arqueadas. La luz descendía suavemente sobre Julia en una diagonal que semejaba a la que trazaban las cortinas del sencillo apartamento en Moscú, cuando Natasha se sentaba en el sillón de raso verde y acariciaba a Boris, el gato. Ella se volvía hacia la ventana con Boris entre los brazos; la pálida luz que se filtraba por entre el follaje de los castaños iluminaba su rostro, y él sólo alcanzaba a ver las pestañas que asomaban por encima de los lóbulos. Natasha semejaba entonces una visión diáfana, inaprehensible. Demetrio la observaba y sabía en ese momento que no habría deseado estar en ningún otro lugar, hasta que Boris ronroneaba y huía, escabulléndose entre las patas de las sillas.



Demetrio acabó por proyectar la imagen de Natasha en Julia, y ante la imposibilidad de desasociarlas acabó por enamorarse de Julia. De Julia-Natasha.


Julia pronto se dio cuenta de las insistentes miradas del ruso. Era muy delgado y alto, con la cabeza coronada de rizos castaños largos y descuidados. A Julia siempre le pareció un héroe romántico, un Lord Byron, un Novalis. Hasta que un día Julia decidió permitirle a Demetrio que entrara a su vida para regodearse en el hecho de que él no podía dejar de mirarla. Pero él no quería otra cosa más que hablar y depositar en ella, en Julia-Natasha, el amor intenso y absurdo que era capaz de sentir por la mujer adorada y ausente.

Demetrio no olvidaría la primera vez que habló con Julia, en unos sillones dispuestos como sala de estar, a unos pasos de la cafetería. Hablaron de poesía inglesa, de los sonetos de John Donne, de las primeras canciones de DepecheMode. En un arrebato de emoción, tras su primer descubrimiento de las oquedades en el alma de Julia, Demetrio salió a recorrer las tiendas del centro de la ciudad en busca de un par de aretes que hicieran juego con la mascada que ella siempre llevaba al cuello. Si él hubiera sabido que Julia la usaba para esconder las marcas que le dejaban los dientes de Ángel, no le habría dado la menor importancia. Al hacerse de los aretes, Demetrio fue a la recepción del dormitorio a inquirir por el número de habitación de Julia y depositó en su buzón el sobre que los contenía. Un detalle mínimo, sutil, como la sensación del raso verde del sillón guardando el calor del cuerpo de Natasha.Transcurrieron varios días para que Demetrio descubriera el resultado de su atrevimiento: Julia abrió en la mañana la puerta del salón de clases (había llegado tarde como era su costumbre), llevando puestos los aretes de cuentas rojas. Demetrio sintió cómo el triunfo lo recorría en silencio, y no se sabe si lo torturó o alivio el no poder compartirlo con nadie.




Julia camina en la cubierta del barco, sola, lejos de Ángel. Demetrio la ve detenerse en la popa y mirar el mar. El sol famélico apenas suspendido sobre

la línea del horizonte es el indicio inequívoco de que las noches han vuelto a ser oscuras. Las noches blancas quedan poco a poco atrás. Demetrio aspira de su pipa y desecha el impulso por acercarse a Julia, aprovechando que está
sola. Prefiere mirarla desde lejos como lo ha venido haciendo desde la primera vez que la vio.

Demetrio la ve atravesar la cubierta, hacia la proa, donde está Ángel. Pero al tenerla junto a él, no se voltea a mirarla. Demetrio aspira de su pipa una vez más y desvía su mirada hacia otra parte: es evidente que el hombre al que Julia quiere no siente el menor interés en ella. Pero cuando bajan del barco y el autobús los regresa al hotel en medio de la espesura, Demetrio ve a Julia y a Ángel caminando juntos hacia su habitación. Sabe lo que eso significa. No quiere mortificarse. En lugar de volver a su cuarto sale a rondar por las calles del pueblo hasta que escucha música en la lejanía. Se propone seguir el rastro, anhelando apartar de su mente la imagen de Julia entregándosele a Ángel en la habitación del hotel. Julia-Natasha extendida en ese lecho como una efigie pura, inmaculada. Al llegar al lugar de donde proviene la música, Demetrio permanece afuera y se contenta con observar la fiesta: hay luces de colores en un jardín amplio y frondoso, rodeado por una cerca de madera. Además de la carne asada y del pan que aguarda en el horno se percibe el perfume del césped recién podado.

Demetrio no era más que un espectador de las vidas ajenas, hasta que una noche se atrevió a revelarle a Julia que él había depositado el sobre con los aretes en su buzón. Ella no dijo nada. Sabía que estaba equivocado. No era ella por quien se sentía atraído sino por el recuerdo que le incitaba aquella mujer que había dejado en Moscú, que quizá en ese momento acariciara a Boris, sentada en el sillón de raso verde junto a la ventana. Ese fue el error de Demetrio: confesar su amor por esa Julia-Natasha que sólo existía en su mente.






Ni aun al ver a Julia esa última noche en el escenario, Demetrio quiso abjurar del ídolo que había erigido. La esperó entre la multitud antes de que comenzara el espectáculo, pero sólo pudo verla desde lejos. No se atrevió a acercársele, ni siquiera hubiera podido hacerlo por la cantidad de cuerpos y rostros que se interponían entre ella y él. En un momento distinguió a Ángel: su figura enclenque y espigada sobresalía por encima de las demás cabezas. Demetrio deambuló por el vestíbulo hasta que vio aparecer a Julia. Al llegar, ella pareció ofuscada, como si se hubiera equivocado de fecha y de lugar, pero enseguida se repuso y caminó hacia los camerinos. Demetrio no la vio saludar a nadie ni mostrarse interesada en la presencia de los demás.

Un par de horas después sonarían en el escenario las notas de una música desconocida, y Julia bailaría al compás de ellas durante un minuto y cuarenta y dos segundos exactamente. Los aplausos serían los de costumbre: sin euforia, más bien por hábito. Demetrio pudo ver a Ángel uniéndose a los aplausos con la misma indiferencia que mostraba con todo aquello que tuviera que ver con Julia. Pero a pesar de la ovación fingida, Julia permanecería mirando al público como si intentara decir algo más y sólo se lo impidiera saber que estaba ante una pared tosca y sorda. Demetrio reconoció en ese gesto el ímpetu que siempre había tenido Natasha al no dejarse vencer por el régimen comunista ni las amenazas de arresto. Así se había puesto de pie Natasha cuando gritaba consignas de apoyo al derrumbe del muro de Berlín. Sí: ahí estaba Julia-Natasha, desafiando una fuerza en apariencia más grande que la suya. Y la amó, desesperadamente. Quiso asirla aunque eso significara profanar la distancia que siempre había guardado al mirarla desde lejos. Pero fue imposible. El espectáculo continuó y las sombras tras bambalinas engulleron a Julia.



Y esa fue la última vez que la vio.


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